Pocos políticos cambiaron tanto en su transición de líderes opositores y anti sistémicos a gobernantes como lo hizo Andrés Manuel López Obrador. El hombre que decía querer cambiarlo todo, que prometía en campaña y, aún hoy en su mente obnubilada cree haber “transformado” al país, no sólo mantuvo y continuó en su gobierno viejas prácticas políticas y administrativas, sino que revivió estilos autoritarios en el ejercicio del poder, exacerbó la violencia, aumentó la pobreza, destruyó el sistema público de salud y la corrupción, que fue su principal bandera política, siguió la sentencia filosófica y científica de Lavoisier: las prácticas corruptas y el saqueo de los recursos públicos, no se crearon en este gobierno, tampoco se destruyeron, simplemente se “transformaron”.
Pero de todos los cambios de personalidad y actitudes políticas que hemos visto en López Obrador, la más impresionante e increíble en su metamorfosis del poder, ha sido sin duda su forma de concebir el papel de los militares en la vida de la República. De haber sido un candidato que durante 12 años y tres campañas sostuvo con vehemencia la tesis de que el Ejército mexicano no debía participar en labores de seguridad pública porque iba en contra de su naturaleza, de gritar y proferir consignas como “el fuego no se combate con fuego”, “vamos a regresar a los militares a sus cuarteles” o denunciar que el Ejército “viola y abusa de los derechos humanos”, Andrés Manuel pasó a ser el presidente más militarista de la época contemporánea en México.
¿Qué cambió para que el líder social y carismático que cuestionaba y denunciaba abusos, excesos y violaciones de los soldados y marinos en la “guerra contra el narcotráfico” se haya transformado de pronto en el más ferviente y apasionad defensor de la efectividad, honestidad y capacidad de las fuerzas armadas para realizar cualquier tarea, incluso aquellas que la ley y la Constitución reservan para los funcionarios civiles?
La explicación oficial la ha dado el propio presidente quien, confensado su ignorancia supina y su desconocimiento real de la situación de la situación en que se encontraba la seguridad del país, ha dicho que se dio cuenta de pronto –a partir de un reporte confidencial que le presentaron, por cierto, los propios militares, el general Salvador Cienfuegos y el almirante Vidal Soberón como presidente electo— de lo frágil y vulnerable que era la seguridad de los mexicanos y de que la gravedad de la penetración del narcotráfico y capacidad de corrupción en las policías civiles y los gobierno en amplias regiones del país, hacían “indispensable y necesario” que el Ejército y la Marina continuarán en las calles y al frente de la defensa civil del Estado mexicano y de sus gobernados.
Con esa justificación, como explicación pública, Andrés Manuel López Obrador ha navegado por casi cinco años como un presidente “responsable” que a pesar de su animadversión y pensamiento crítico hacia la actuación de las Fuerzas Armadas en labores civiles, fue capaz de cambiar su pensamiento, hacer a un lado sus convicciones y hasta incumplir una de sus principales promesas de campaña con tal de asumir la decisión de Estado de mantener al frente a los militares al frente de la seguridad de los mexicanos.
Pero lo que no dice y nunca dirá el presidente de México, es que, en los hechos, su gobierno tuvo desde el origen una visión militarista y un súper asesor que siempre le acompañó en su trayectoria política y que se convirtió, ya en el gobierno de la República, en el “hombre fuerte” de la administración lopezobradorista: el general en retiro Audomaro Martínez Zapata. Fue bajo el consejo de su paisano y amigo tabasqueño, que López Obrador rompió las prácticas tradicionales en la sucesión del Ejército y la Armada de México, para nombrar como los dos nuevos titulares de esas secretarías al general Luis Crescencio Sandoval y al almirante Rafael Ojeda Durán, dos destacados integrantes de las Fuerzas Armadas mexicanas que, sin embargo, no eran los primeros en las listas sucesorias de la Sedena y la Semar.
A partir de ahí y siempre bajo la sombra del general Audomaro, los secretarios del Ejército y la fuerza naval se convirtieron en dos personajes fundamentales en este gobierno. Con su formación militar, ambos productos de la cultura del esfuerzo en las fuerzas castrenses, supieron aplicar muy bien la cortesía, el buen trato y la fineza aprendida en la vida militar para seducir y encantar al “comandante en jefe” al que llenaron de atenciones, de “sí señor presidente” y “lo que usted ordene señor presidente” para llegar a ser hoy los dos colaboradores más influyentes y a los que más escucha y complace del gabinete el mandatario civil.
López Obrador cayó rendido no sólo ante los cuidados, protección y seguridad que le brindan las fuerzas armadas en su labor constitucional de cuidar y proteger al Jefe del Estado mexicano, sino que, habiendo sustituido en teoría al Estado Mayor Presidencial, por ser un cuerpo que representaba los excesos, abusos y privilegios de los anteriores presidentes en la historia, poco a poco se dejó seducir y se fascinó por los apapachos, atenciones, el servicio incondicional y la habilidad desarrollada durante décadas por las Fuerzas Armadas para no sólo acompañar y cuidar al titular del Ejecutivo, sino también volverse parte fundamental del poder presidencial y un soporte obligado para mantener la seguridad y gobernabilidad de la nación.
Pero ocurrió que, de pronto, fascinado con la lealtad incondicional de las Fuerzas Armadas, que por lo demás le profesan el Ejército y la Marina a todos los presidentes, el actual presidente encontró en los militares a sus más grandes aliados para su supuesta “transformación” y –parte por sus miedos y fobias históricas que lo hacen compararse con Madero, Juárez y Lázaro Cárdenas y parte por su estrategia política que sigue en parte los postulados de la Revolución Bolivariana de Chávez— convirtió a los hombres de “verde olivo” ya no sólo en su brazo de fuerza y seguridad, sino en sus operadores políticos de mayor confianza para atender todo tipo de problemáticas, servicios y necesidades del gobierno civil.
Lo que ha pasado a partir de esa decisión es de todos conocido, el Ejército y la Marina, como en aquella campaña aparecieron de pronto sustituyendo y ocupándose de todo tipo de labores, todas ellas ajenas a su naturaleza militar y de seguridad y todas involucrando un uso cada vez mayor y multimillonario de recursos públicos. Hoy nadie duda que este es el gobierno más militarista en la era posterior a los últimos gobiernos de los generales revolucionarios. El resultado de esa decisión histórica e incongruente de López Obrador se juzgará en el futuro inmediato, pero por lo pronto como constancia de su seducción y rendición ante las fuerzas castrenses, el presidente López Obrador nos regaló la semana pasada una perla declarativa que lo confirma con un mandatario que se entregó a los brazos militares y hoy los admira y les tiene tanta devoción, que ni siquiera se entera del daño por corrupción que su gobierno dejará en las Fuerzas Armadas, especialmente en los altos mandos.
El viernes, mientras criticaba la “fantochería” de sus antecesores a la hora de despegar desde el aeropuerto de la Ciudad de México en aviones militares, el presidente confesó que no sólo ya dejó su práctica populista y demagógica de volar en aviones comerciales, por supuesta austeridad, sino que ahora hace lo que hicieron todos los presidentes anteriores, que es utilizar los aviones oficiales –ya no de la Presidencia, pero al final mantenidos por la Marina y el Ejército con recursos públicos— y de paso dejo ver que está fascinado con la seducción militar: “Ahora que utilizo el helicóptero de las Fuerzas aéreas para la supervisión del Tren Maya y tenemos que atravesar, o a veces aquí en el aeropuerto en el avión de la Fuerza Aérea, me dice el comandante Rosales, que es un maestro que me da mucha confianza, porque ha formado a muchos pilotos, entonces me dice: oiga siempre nos dicen que si queremos la atención y les digo que no, pero quería consultarle presidente, ¿hacemos bien? Claro que hacen bien”, le contestó el presidente que mientras narraba la escena tenía una sonrisa de enamoramiento en su rostro.
Hoy, para el presidente civil, los militares hacen todo bien, tan bien que le parecen mucho mejores que los civiles y por eso les ha dado no sólo más años en las calles y una guardia civil que hoy la Suprema Corte le ordenó regresar a su condición constitucional, sino millonarios presupuestos, un tren, hoteles, una aerolínea, el manejo de las aduanas donde la corrupción sigue siendo millonaria y mucho, mucho poder político y económico, aunque lamentablemente nada de eso ha mejorado la seguridad ni disminuido la violencia y el terror del narcotráfico para millones de mexicanos en varios estados del país. Para decirlo claramente, López Obrador les dio a los militares su corazón y admiración y mucho dinero y poder a cambio de una lealtad incondicional, que de cualquier forma le hubieran profesado.