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domingo, diciembre 22, 2024

Lento que voy de prisa

Existen infinitos motivos por los cuales cada día nos ponemos un par de tenis y echamos a correr por las calles, parques y, para los más atrevidos, por la montaña. Pero, sin duda, nuestra mayor ambición como corredores no es colgarnos del cuello decenas de medallas, sino llegar a viejos, haciendo esto tanto nos gusta: correr.

Con los años y el entrenamiento, uno va aprendiendo a conocer el propio cuerpo y sus límites. Sabemos bien que cosas que parecen obvias, como el buen descanso, la alimentación adecuada y una hidratación regular, son la base que le dará a nuestras piernas más kilómetros y años de vida. Y aunque a veces sea más fácil decirlo que hacerlo, responsabilizarnos del cuidado de nuestro cuerpo es el primer paso para asegurarnos una larga vida como corredores.

Por desgracia en los tiempos actuales, donde se impone la cultura de lo rápido y la inmediatez, donde queremos todo ya, y –de preferencia– con el menor esfuerzo, ignoramos todo eso que parece obvio y nos apresuramos, nos presionamos y olvidamos, que parte de la felicidad que nos da el correr es poder hacerlo sanos, sin lesiones y sin obsesiones.
Todo aquel que corre desde hace tiempo, sabe que conocer su cuerpo y las señales que éste le envía es muy importante. Por ejemplo, sentirse débil o sin ganas cuando terminas un entrenamiento, podría ser normal, pero también hay que revisar si no es cansancio que pueda convertirse en fatiga. El buen corredor es el que aprende a permanecer en alerta a sus sentidos.

Eso se consigue escuchando al cuerpo: tener dolor durante, después o rigidez por la mañana al día siguiente del entreno quiere decir que hemos pasado el límite de los nuevos estímulos. Cada persona es diferente y lo único que vale es entrenar siempre cuidando nuestro cuerpo y, sobre la marcha, se pueden corregir errores y mejorar tiempos, y marcas, pero siempre midiéndonos contra nosotros mismos y no contra los demás. Es por ello que tampoco debemos medir o comparar fuerza y velocidad con la de otros; compararse con otros es un espejismo en el que casi siempre salimos perdiendo y que de muy poco nos sirve.

Nunca olvidaré, en el segundo maratón que corrí en la Ciudad de México en 2016, a una mujer adulta mayor que iba corriendo delante de mí a la mitad del recorrido, por ahí del kilómetro 19, cuando atravesábamos por los senderos del Bosque de Chapultepec. Debía tener unos 80 años, menudita y delgada, con dos trenzas que le colgaban en la espalda. Corría a un ritmo pausado, lento, a su propio ritmo.

No le importaba que la pasaran los más jóvenes o que se fuera quedando rezagada, ella seguía avanzando en su trote lento, pero seguro, concentrada en sí misma, en su paso, su ritmo y su carrera. La ví después llegar a la meta y su sonrisa y la serenidad de su rostro, decían sin palabras que lo había logrado, que estaba feliz y que su cuerpo, si bien cansado, no estaba agotado. Me prometí entonces que cuando llegara a su edad, yo quería ser como ella, no sólo en la carrera, sino en la vida.

Así que para llegar a viejos corriendo, tenemos que llegar también siendo sabios. Lo decía bien José Alfredo Jiménez en su canción más emblemática: “Que no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar”.

POR ROSSANA AYALA
AYALA.ROSS@GMAIL.COM
@AYALAROSS1

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