Si ser mujer corredora ya es difícil en un país que no siempre te da las garantías de seguridad y protección para salir a ejercitarte en espacios públicos, ser madre corredora es doblemente difícil. Porque no sólo tienes que procurar tu seguridad y encarar los riesgos que cualquier mujer enfrenta al salir a la calle, sino que —además— tienes que hacer malabares, volverte una maga para estirar el tiempo y, entre el trabajo profesional, la atención del hogar, de los hijos y de tu pareja, encontrar un espacio para ti y para ser tú mientras corres.
Y es que con hijos en casa no hay tiempo para dudar si salimos o no a correr, no podemos pensarlo mucho; o nos levantamos pronto y nos ponemos los tenis, o el trabajo y las labores de la casa nos atrapan. Cada minuto es muy valioso, y ahora más en estos tiempos de pandemia en el que todos estudian o laboran en el hogar.
Por ello, la organización debe ser la clave; ya sea para salir a entrenar a la calle o para ejercitarnos en casa. Si antes nos dábamos un tiempo para correr después de dejar a los hijos en la escuela, hoy que las rutinas han cambiado y demandan más de nuestra atención y presencia, tenemos que ser un poquito egoístas y establecer horarios y espacios propios, salir del modo madre-esposa o hija trabajadora, y hasta maestra, y volver a nosotras, a nuestros objetivos deportivos, por salud física y mental.
Atrás quedaron los tiempos en que nos dábamos el lujo de entrenar de lunes a sábado, o nos preguntábamos si era mejor correr de noche o de día; ahora corremos a la hora que tenemos un hueco de tiempo libre, o hacemos ese espacio a fuerza de organización y disciplina porque correr forma parte de nuestra vida, lo necesitamos para mantenernos en equilibrio, en forma, con salud, y con una aceptable autoestima.
Recuerdo que cuando corría mis primeras carreras, mi hijo —en ese entonces muy pequeño— no entendía por qué si yo entrenaba tanto no era de las primeras en cruzar la meta; se sentía decepcionado al ver que muchos corredores me dejaban atrás y llegaban antes. “Para qué corres si siempre pierdes la carrera, no eres de las primeras en llegar”, decía a sus ocho añitos, cuando iba a verme correr mis primeras carreras de 10 km. Tiempo después entendió lo que correr significa para su madre, comprendió que cuando corro soy más feliz y que, al estilo de José Alfredo, no lo hago para llegar primero, pero sí para saber llegar.
Conozco a muchas madres corredoras que trabajan y tienen dos o tres hijos pequeños, y otras que lidian con adolescentes; a todas ellas las admiro porque sé lo difícil que es ganarse un poco de tiempo para sí mismas entre tantas peticiones, responsabilidades y demanda de atención que las dejan exhaustas. Pero mis favoritas son las que son abuelas y siguen corriendo, tal vez a un ritmo más lento y no con la misma frecuencia e intensidad, pero sí con toda la sabiduría y la paciencia que les dieron los años de experiencia.
Todas ellas son mujeres corredoras y admirables, porque hacen verdaderos milagros con su tiempo; como alquimistas, magas o brujas —en el sentido sabio y espiritual que tiene esa palabra— hacen que todo en su vida cuadre, que cada cosa y momento se acomode para darse cada día el gran regalo de poder correr y disfrutar de la inmensa dicha de sentirse fuertes, libres, felices y en forma. Para sentirse mujeres corredoras.
POR ROSSANA AYALA
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