La gasolina en México no sólo mueve al país y desata crisis sociales y económicas cuando escasea o cuando aumenta súbitamente de precio; también es la mensajera de la muerte injusta y dolorosa de los más pobres. La negligencia en su manejo, ligada casi siempre al robo de combustibles, se convierte en una bomba de tiempo que, asociada a la corrupción, lo mismo puede construir un millonario imperio criminal que edificar toda una red paralela de distribución en un mercado negro que, litro a litro, vacía y saquea al presupuesto público del país.
Y cuando su olor penetrante e irritante se esparce por el ambiente, ya sea porque corre dentro una tubería del drenaje, por un río contaminado o porque brota como manantial a flor de tierra en un ducto perforado, es el aviso inequívoco de que en cualquier momento, en cuestión de segundos, una simple chispa puede encender la mecha de la negligencia gubernamental que no actúo a tiempo ni se adelantó al peligro con protocolos de contención o protección civil, y hacer que todo vuele en enormes llamaradas de un fuego que explota y lo arrasa todo alrededor. Casas, autos, animales, hasta la vida de los desafortunados que tuvieron la desgracia de estar en el lugar menos indicado en el momento menos oportuno. Vuelan cuerpos, ropas, trozos de humanidad, mujeres, niños, hombres, alcanzados no sólo por las llamas que los consumen y carbonizan, sino por la tragedia de la pobreza, la necesidad o la ambición de ganarse unos pesos y por la omisión e incapacidad de autoridades de todos los niveles que no pudieron o no quisieron actuar para prevenir y evitar la tragedia.
La tragedia de Tlahuelilpan, con sus 85 muertos y sus más de 58 personas hospitalizadas, lamentablemente no es la primera ni –aunque quisiéramos— será la última de su tipo en nuestro país. Mientras se mantenga vigente la práctica criminal de perforar ductos para robar combustibles y las redes de corrupción gubernamental, sindical y criminal que la fomenta y tolera, volveremos cíclica y dolorosamente a ver estos infiernos y estas imágenes dantescas en las que siempre las víctimas son los más necesitados.
Así en ocurrió en abril de 1992 en Guadalajara, donde ya desde entonces las filtraciones de una fuga clandestina de un ducto que llegaba a la planta de almacenamiento de Pemex en la Nogalera, provocaron que miles de litros fueran derramados a la red de drenaje y alcantarillado de la ciudad. Los llamados de alerta de los vecinos y hasta las advertencias hechas en la víspera por el intenso olor a gasolina que emanaba de las cañerías no fueron escuchados por nadie y el miércoles 22 a las 10:09 de la mañana un estruendo sacudió a la ciudad y más de 8 kilómetros de calles volaron como resultado de la explosión de los colectores del drenaje destruyendo más de 1,400 inmuebles. Casas, escuelas, autos, talleres, tiendas, negocios, todo fue arrasado. Por los aires volaron cuerpos destrozados de niños, mujeres, hombres, habitantes y transeúntes del histórico y popular barrio de Analco. 212 muertos y más de 68 desaparecidos fue la cifra oficial, aunque en las prisas por tapar la responsabilidad de Petróleos Mexicanos, que ya desde entonces reportaba tomas clandestinas en ductos, y por ocultar la omisión de las autoridades, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari mandó construir una “versión oficial” y dio la orden de meter las máquinas y trascabos en los escombros entre las entrañas de las calles abiertas cuando aún había cuerpos de vecinos sin aparecer.
18 años después otra vez la gasolina. Y otra vez un ducto de Pemex perforado de donde se extraía combustible robado en las inmediaciones de San Martín Texmelucan en Puebla. La toma clandestina que funcionó durante quién sabe cuánto tiempo sin que las autoridades de todos los niveles, ni del gobierno estatal entonces de Mario Marín o el federal de Felipe Calderón, hicieran nada terminó por explotar la madrugada del 19 de diciembre de 2010. El combustible robado se había filtrado también a las redes del drenaje y al río Atoyac que se convirtió en un infierno que quemó y arrasó a todas las viviendas instaladas en su margen a lo largo de kilómetro y medio. Familias enteras fueron sorprendidas a las 5:30 de la mañana aún dormidos. 30 muertos, entre ellos 12 niños, y más de 52 heridos, además de cientos de casas quemadas y destruidas, fue el saldo macabro de aquella tragedia del huachicoleo que ya florecía como negocio millonario.
Y así llegamos a la tarde del viernes 18 en el campo del ejido Tlahuelilpan, Hidalgo. La escena de mujeres y niños cargando sus tambos y bidones para agarrar un poco de la gasolina que brotaba de la tierra, mientras hombres con el torso desnudo y un cubrebocas se bañaban en gasolina y respiraban sus vapores en el manantial que salía del ducto picado duró casi 4 horas, según el informe oficial. Desde las 2 de la tarde con 30 minutos y hasta pasadas las 6 de la tarde, nadie pudo impedir que todos esos pobladores, otra vez los más pobres, fueran y vinieran entre la lluvia de gasolina llenado sus improvisados recipientes con los que ganarían dinero del combustible robado. Ahí llegó la policía de Hidalgo, luego a las 5 de la tarde apareció la Gendarmería y la Policía Federal, media hora más tarde el Ejército. Y sí hubo llamados a que la gente se retirara advirtiéndoles que “esa madre va a explotar”, pero ningún protocolo de protección civil y mucho menos un operativo de fuerza para impedir que la gente siguiera exponiéndose y robando la gasolina porque “queríamos evitar una confrontación”.
Entonces pasó lo que siempre pasa: una chispa, un fósforo, algún elemento de ignición que nadie nunca sabe. Y otra vez el infierno: cuerpos desesperados que corren en llamas, mientras su ropa se consume seguida de su piel. Niños que gritan mientras sus cuerpos pequeños se carbonizan y el plástico de los bidones que cargaban de derrite. Luego el horror, la consternación, el dolor. Y los discursos oficiales que hacen el recuento de otra tragedia. Y la politización en las redes, y los mensajes que reparten culpas y buscan culpables en teorías conspiracionistas. Y los heridos que luchan por su vida y aumentan a cada hora los muertos. Y las familias que lloran y claman por ayuda y, si es es posible, justicia. Todo igual y repetido. Hasta que pasen los días y el dolor disminuya y la tragedia deje de ser noticia. Hasta que venga otra vez ella, la gasolina robada y nos enseñe nuevamente el infierno en la tierra donde, tristemente, volverán a arder los pobres.