Me enorgullezco enormemente de contar con amigos que aman las montañas, exploradores extremos que se atreven a escalar las cumbres más elevadas, a caminar sobre hielo, rocas, nieve y arenales. Me asombran sus historias y su loca audacia aventurera, alimentada por una férrea y empecinada voluntad para alcanzar la cima y llegar un poco más lejos. Forzar los límites del cuerpo ante el irresistible desafío de subidas escabrosas que parecen no tener fin y descensos tan resbaladizos como peligrosos.
El pasado fin de semana hice mi primera cumbre. Llegué hasta donde me propuse llegar gracias al apoyo, compañía y los sabios consejos de mis experimentados amigos montañeros. Me enseñaron, por ejemplo, que durante una escalada, cada paso requiere una atención plena y una planificación cuidadosa, que hay que estar atentos a las nubes, al viento, a confiar en la fuerza de nuestras piernas, a encontrar un ritmo propio, a estar pendiente del compañero, a esperar al que se queda rezagado, porque no se deja a nadie atrás; hay que subir y bajar todos juntos.
Me enseñaron también que llegar a la cima es apenas la mitad del camino, pues el descenso es parte de la ascensión. Hasta que se regresa al punto de partida, la montaña no se ha terminado. Bajar resulta algunas veces más peligroso y hay que prestarle mucha más atención. Me advirtieron de no caer en la trampa de dar tanta importancia al hecho de alcanzar una cima, que me concentre en disfrutar cada paso que nos conduce hacia ella. Y es que ahí el triunfo es otro, estar ahí es la recompensa. Aprendí que en la montaña se gana siempre.
Cuentan que algunos montañistas lloran mucho y sin reparos ante el encanto de un paisaje impresionante, después de escuchar durante horas el eco de los propios pasos en el vacío. Confieso que también lloré, aunque todavía no sé si fue de alegría por haber enfrentado y superado muchos miedos o porque las vistas que me rodeaban eran de tal belleza, que no pudo ser contenida en mi cuerpo y pidió salir para poder expresarse. Tal vez por eso mis amigos aman, ríen y lloran en la montaña, porque arriba, lejos del caos del mundo y en medio del silencio, fundidos con la naturaleza, encuentran un remanso de paz que los conduce a la plenitud de la existencia.
La montaña, dicen ellos, nunca es la misma en cada ascenso, al igual que nosotros, siempre cambia. Sin embargo, compartir las emociones vividas con el abrazo afectuoso de las ocasiones especiales y recordar las experiencias del camino, nos hace cómplices de una locura que solo los que suben las montañas entienden, padecen y no cambian por nada.
Existen tantas historias de estos amantes de la naturaleza como respuestas a la pregunta: ¿Por qué subes? La mayoría termina por coincidir con la simple, pero acertada y profunda declaración de George Mallory, uno de los mayores alpinistas de inicios del siglo pasado: “¿Por qué subo montañas? Porque están ahí”.
POR ROSSANA AYALA