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viernes, julio 26, 2024

¡Corre Forrest, corre!

Aquel día sin ningún motivo decidí salir a correr un rato. Corrí hasta el final del camino y cuando llegué ahí, pensé que podía correr hasta el final del pueblo, y cuando llegué ahí, pensé podría cruzar todo el condado y ya que llegué aquí, pensé podría cruzar todo el estado de Alabama, y eso hice, crucé todo el estado de Alabama y sin ningún motivo seguí corriendo. En Forrest Gump (1994), película dirigida por Robert Zemeckis, basada en una novela de Winston Groom, el protagonista no es un corredor, es sólo un hombre con un coeficiente intelectual inferior a la media, que utiliza la carrera para librarse de los problemas, desde escapar de unos niños que querían golpearlo, o cuando corre por Estados Unidos, después de que su amada Jenny desaparece luego de pasar la noche con él.

Lo hace también en Vietnam para salvarse y salvar a sus compañeros de la muerte. Durante su infancia y ya en su edad adulta, Forrest corre y no hace otra cosa más.

A muchas personas les cuesta trabajo entender porqué salimos a correr todos lo días. Como cuando todos intentan comprender e insisten en encontrar la causa que consagra su carrera, Forrest sólo corre sin parar y recorre Estados Unidos, de océano a océano.

Pero un día lo dejó claro: “corro porque tengo ganas de hacerlo”. Corre porque es lo que sabe hacer.

Y después de poco más de tres años, Forrest de pronto decide parar. Cuando le preguntan el por qué de esa decisión, simplemente responde: “Estoy muy cansado. Quiero irme a casa”.

En la simplicidad de estas palabras, hay otra gran enseñanza para un corredor: cuando se está agotado y las piernas no dan más, no hay como parar y volver a casa a descansar.

Se pueden tener muchas razones para correr: para mejorar la salud, para poner a prueba el cuerpo y la mente, para competir, para demostrar valor, para conocer el dolor y aprender a aceptarlo, para huir, para darle más sentido a la vida, entre otras, muchas razones. Pero también, al igual que Forrest, podemos darnos el lujo, de disfrutar de la inutilidad de una acción que no nos lleva a nada; simplemente poner el cuerpo en movimiento sin un verdadero motivo, como los niños que corren por correr, sin reglas y con absoluta libertad. Sin fatigas, ni objetivos, con la cabeza vacía o llena, pero de cosas que no tienen nada qué ver con tiempos, ni marcas. Tal vez ahí radica el secreto de “la magia” de los que muchos corredores hablan: ese momento en que la zancada encuentra un ritmo constante y entra en armonía con la respiración, las piernas se mueven solas, autónomas y los kilómetros no existen. El corredor se olvida de que está corriendo porque siente que está “volando”. O como el pequeño Forrest, que animado por la pequeña Jenny que le grita: “Corre, Forrest, corre”, no para de correr hasta romper los aparatos que le aprisionan las piernas, adoptando una postura correcta, fuerte y amorosa ante la vida.

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