A lo largo de la historia, sobre todo en el siglo XIX, antes de que nuestra economía y cultura se asimilaran casi por completo a los Estados Unidos, México siempre miró a Europa como el referente que marcaba la pauta en los asuntos de la cultura, arquitectura y las tendencias artísticas, además de las ideas políticas y democráticas que llegaban desde el viejo continente en épocas en que las naciones europeas dictaban la hegemonía mundial. Hoy ya no son esos tiempos y las antiguas potencias europeas no tienen tanta influencia en la vida mexicana, como si la tiene el gobierno y el sistema estadunidense, pero en términos de lo que sucede en el mundo con la pandemia de Covid19, a nuestro país le ha servido más en esta difícil coyuntura observar e imitar lo que han hecho naciones como España, Francia, Italia, Alemania o Inglaterra, que tratar de imitar el modelo estadunidense que, de la mano de Donald Trump resultó en una auténtica tragedia para nuestro poderoso vecino.
Por eso en estos momentos en los que el mundo vive lo que la OMS ha considerado como la “segunda oleada” de contagios de Covid en el planeta, a las autoridades mexicanas, particularmente el gobierno del presidente López Obrador, más les valdría poner mucha atención a lo que se está sucediendo en Europa y a la manera en cómo las autoridades nacionales de la Comunidad Europea están enfrentando estos segundos brotes de Covid, para que cuando venga en México esa nueva oleada que ya comenzó a registrarse en varias regiones y estados de nuestro país, no nos tome cómo hasta ahora nos ha golpeado tan fuertemente esta pandemia: en la desorganización y el caos nacional, con una estrategia que a pesar de que no ha dado resultados y nos ha convertido en el cuarto país del mundo con más muertos, se insiste en mantener sin variaciones y sin políticas públicas bien definidas y con un gobierno tibio y vacilante, que no quiere tomar decisiones de autoridad, sobre todo en el tema de la muy posible necesidad de nuevos confinamientos y cierres de actividades económicas obligatorios como los que ya han empezado a decretar obligadamente en Europa.
A diferencia de las decisiones que han tomado gobiernos como el de Pedro Sánchez, en España, Emanuel Macrón en Francia, Angela Merkel en Alemania o el más drástico hasta ahora, el primer ministro británico Boris Johnson, que acaba de decretar el cierre total de la economía y de su país a partir de este próximo jueves y hasta el mes de diciembre, en México el gobierno de López Obrador sigue con la misma política y mentalidad con la que empezó a enfrentar esta pandemina mundial en febrero de este año: no reconocer la gravedad del problema, no tomar decisiones ni acciones de autoridad para imponer medidas obligatorias y legales a una población especialmente reacia a acatar las normas y las leyes, y esperar a que esto “pase rápido” con todas las graves consecuencias que eso ha significado hasta ahora para los mexicanos: la muerte de 91 mil compatriotas, que en términos reales por el subregistro oficial hoy serían ya más de 140 mil fallecidos, y el contagio de casi 1 millón oficialmente, aunque la cifra real puede ser de hasta 10 o 15 veces esa cantidad por la política de negarse a hacer pruebas para conocer el tamaño real de los contagios en el país.
A estas alturas, ante lo que viene en este invierno mexicano –algo similar a lo que el candidato Joe Biden describió como “un invierno muy oscuro” para los Estados Unidos— ya resulta anecdótico si el presidente no se quiere poner el cubrebocas por su necedad y por creerse aquello de que “su fuerza no es de contagio, sino moral”, incluso se ha vuelto banal y hasta trillado criticar al cantinflesco, mareado por la fama y politizado doctor López Gatell, con sus largas e inservibles alocuciones sobre su mortal y fallida estrategia, el problema más grave que se nos avecina es que tenemos a un gobierno y a un presidente timoratos, que confunden sus responsabilidad y su mandato constitucional para aplicar la autoridad y la representación popular y democrática que se les confirió, con “acciones autoritarias” y que creen que un gobierno que dicta medidas drásticas y obligatorias, siempre con la Constitución en la mano, es un gobierno “represivo”, en lugar de verlo como una responsabilidad y una necesidad históricas por el momento que vive el país y la humanidad en su conjunto.
López Obrador se niega a tomar medidas obligatorias y constitucionales, con los instrumentos legales que le da su autoridad y su tan cacareada representatividad popular, no porque sea un demócrata convencido y defensor de las libertades que todos los días ataca en sus conferencias mañaneras, sino porque no quiere ver afectada su popularidad y su imagen de “benefactor del pueblo bueno y sabio” y menos ante las elecciones que se avecinan en las que juega la supervivencia de su proyecto político y de gobierno. El presidente no quiere ponerse a la altura del reto histórico que le tocó enfrentar, primero porque la realidad que hoy tiene que enfrentar no es la que por más de 18 años soñó para cuando ganara la presidencia, y segundo porque no acaba de aceptar que su proyecto de transformación no alcanzará a cuajar ante la realidad de un país que vivirá los cuatro años restantes de su gobierno en crisis económica y social por los efectos que dejará la pandemia. Así es que el líder de la 4T no quiere ver ningún otro espejo que no sea el de su popularidad y las encuestas.
Por su puesto que a nadie le gusta que se limiten las libertades, que se nos restrinjan horarios y movilidad y, sobre todo, que se vuelva a afectar a una economía que ya resultó seriamente dañada con un primer cierre que fue tardío e insuficiente para detener el ritmo de contagios y muertes en el país. Pero la situación que hoy vive Europa y a la que en unas semanas podría llegar México –ya ocurrió en la primavera pasada cuando primero vimos las escenas dramáticas en otras naciones con el colapso de los sistemas de salud en países más avanzados y después empezamos a vivirlo aquí— no es un asunto de “gustos personales” o de defensas románticas y demagógicas de nuestras libertades. Lo que está de por medio son las vidas humanas de más de una centena de miles de mexicanos que ya se perdieron y las muchas más que podríamos perder, incluso cada uno de nosotros, si no se toman las decisiones que se tengan que tomar para contener un segundo embate del coronavirus en el país.
Lamentablemente, volvemos a ver el mismo escenario que ya vimos en los meses anteriores: gobiernos estatales que se movilizan y activan medidas de confinamiento y restricción, otros gobiernos locales que deciden no hacerlo para no ser vistos como “autoritarios” y un gobierno federal que no define una línea de acción clara y contundente, con base en la Constitución en las leyes y con el uso de los órganos nacionales como el Consejo de Salubridad General que ha sido ignorado y arrumbado, para dar paso a una situación totalmente anómala e irregular donde un solo “científico” con su pequeño grupo de colaboradores, decide con criterios particulares, personales y totalmente ideologizados, qué se hace o no se hace, más pensando en complacer y en no molestar a su jefe el presidente, que en salvar a más mexicanos del horror de la enfermedad y del dolor de la muerte.
Hoy que nuestro país otra vez parece ir a la deriva en el río de la pandemia, mientras nos aproximamos a una zona de rápidos y de caídas profundas, más valdría que voltearamos a vernos en el espejo de Europa y en las medidas que están tomando sus liderazgos políticos, antes de que sea demasiado tarde y nos convirtamos, junto con nuestro vecino del norte, hoy más preocupado y ocupado por resolver los conflictos políticos, electorales y sociales que se le avecinan, en la región del mundo más golpeada por esta pandemia y con más muertos por Covid en todo el planeta.