Los niños no pueden parar el impulso de correr, es algo instintivo en ellos; ellos saben, de alguna manera que entre el juego y la vida, la felicidad y la libertad, está la carrera. Correr es el primer juego verdadero de un niño. Todos los vivimos, pero a veces lo olvidamos. Basta con recordar nuestra infancia, con observar a un niño que en cuanto aprende a dar sus primeros pasos, no hace otra cosa más que correr. Bien lo dijo el gran pensador y filósofo alemán Nietzsche: “desde que aprendí a andar, me gusta correr”.
Para muestra, un botón. Estoy sentada en una sala de espera de un aeropuerto y veo correr al pequeño Iker de cuatro años, se mueve con tal alegría y vitalidad, que es un verdadero deleite para el alma. Correr es natural para él. Siempre más intrépido y más audaz que los demás, transforma esa explosión de energía en un desafío improvisado, en un juego de carreras con otros niños de su edad y goza entre risas y gritos, con su carita sudada y la respiración agitada.
A Scarlett, la melliza de Iker, no le basta con correr, ella vuela con un par de alas que se ha improvisado con dos trozos de papel. Para ella correr es volar sobre sus propias piernas, es como Atalanta, la hermosa diosa griega que era tan veloz que nadie podía superarla en la carrera y que por vivir sola y libre en el bosque ganó fuerza, valor y grandes cualidades atléticas.
A diferencia de los niños, los adultos no corremos sin una razón que nos mueva a hacerlo; nuestros movimientos son ya más pensados y controlados. Vivimos el acto de correr como algo relacionado con el deporte, con las prisas o con la supervivencia; en cambio un niño corre por que sí, se suelta de la mano de su madre y aunque apenas pueda, corre hacia adelante con la ligereza de su diminuto cuerpo, unas veces salta de puntitas, luego da zancaditas cortas y cuando se siente más confiado, corre más, porque para él los pasos lentos son muy aburridos.
Ordenarle a un niño que ande despacio y con cuidado para protegerlo del peligro es pedirle que contenga un exceso de energía, es pedirle que desacelere, que pare, que deje de jugar. Es casi imposible que acate esa orden, primero porque no puede, el movimiento y la energía está en su naturaleza; es casi como pedirle que deje de ser niño.
Desde que aprendemos a caminar y después a jugar ya sea a los encantados, a las escondidas o a la roña, hasta que lo llevamos al imprescindible arte de escapar de los “chanclazos” de mamá o del gandalla de la escuela, correr es una actividad vinculada a nuestra infancia y es algo que no podemos negar ni debemos olvidar. Sería bueno, de vez en cuando, atribuirle a cada carrera un poco menos de exigencia y mucho más de libertad y de gozosa alegría. Tal vez así podamos ser un poco como Iker y Scartlett o como cada niño y niña que corren sólo por que está en su naturaleza, por que para ellos correr es un juego que sólo los niños saben jugar.