La primera vez que me puse unos tenis de correr fue a los 17 años, tres años después de que la estadounidense Joan Benoit se convirtiera en la primera campeona olímpica del maratón femenino, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984.
A pesar de que mi infancia se empeñó en demostrar que el deporte no era para mí, o eso era lo que yo creía, un día decidí intentar algo que para en los años 80 no era tan popular como lo es ahora: trotar por las calles.
No sólo era extraño ver a una mujer correr sola por parques y avenidas, lo más raro era cruzarse con otra mujer corriendo, casi siempre te topabas con hombres, o con nadie.
Lo normal era que las compañeras que mostraban tener aptitudes para el atletismo entrenaran en deportivos o en las canchas del colegio, y era siempre para competir en
torneos interescolares.
Pero para quienes no sabíamos ni caminar de prisa, salir a correr despacito, pero cada vez llegando más lejos, fue el camino que nos ayudó a forjar nuestro carácter.
A principios de los 90 no había mucha bibliografía disponible para corredores que nos introdujera al jogging –como se le llamaba entonces–, y lo poco a lo que teníamos acceso o estaba en inglés o eran manuales sobre acondicionamiento físico.
Así que las mujeres tuvimos que salir a correr sin ningún tipo de preparación o condición, como Dios nos daba a entender, y con los mismos sostenes, tenis y pants, que utilizábamos del diario.
Nos motivaban historias como la de Kathrine Switzer, Roberta Gibb, Grete Waitz, Rosa Mota, Paula Radcliffe y muchas otras más, quienes no sólo corrían maratones lo hacían, además, para romper con los mitos que estigmatizaban a las mujeres con estereotipos de género sobre su supuesta debilidad.
Y es que desde el nacimiento de los Juegos Olímpicos (Atenas 1896), la presencia de la mujer fue reducida a unas pocas modalidades.
Hasta Amsterdam 1928 no se les había permitido competir en atletismo y gimnasia.
Imágenes famosas como la de Jock Semple, codirector del maratón de Boston, intentando sacar por la fuerza a Switzer de la carrera o la de Joan Banoit cruzando la meta del primer maratón olímpico femenil, no sólo nos inspiraron, nos abrieron los ojos, cambiaron las reglas y allanaron el camino para las corredoras que vendrían después.
Estas mujeres revolucionaron el maratón femenino, y demostraron que no hay límites para lo que se pueden lograr en esta distancia.
Mujeres como yo, que comenzamos a correr en los años 80, hemos crecido y madurado viendo a otras romper barreras y récords históricos, aún falta mucho camino por avanzar, pero gracias al coraje y la determinación de todas ellas: atletas profesionales y los cientos de miles de corredoras amateurs, ahora ya no corremos solas por las calles, corremos más y mejor.
POR ROSSANA AYALA