Existen muchas maneras de entrar en la memoria colectiva y el checo Emil Zatopec, (1922-2000) lo consiguió de maneras muy particulares, primero, en los Juegos Olímpicos de Helsinki en 1952, en donde en una semana ganó las pruebas de los 5 mil, 10 mil metros y maratón, hazaña que nadie ha igualado, y segundo, por su famosa mueca que lo acompañaba en todas las carreras: “No tengo bastante talento para correr y sonreír al mismo tiempo”, decía para justificar su estilo agónico que daba la impresión de ir siempre al límite y de que en cualquier momento se iba a desplomar por el esfuerzo.
Eran tiempos de la posguerra, necesitados de héroes y Zatopek representó el triunfo del hombre común, deseoso de una belleza y perfección que no poseía. De hecho, él mismo reconocía que “mi estilo está muy lejos de los grandes atletas”. Sin embargo, lo que le hacía grande era su dedicación: entrenaba 800 kilómetros al mes y mil horas al año. Era y es considerado por su pueblo un héroe nacional y en las librerías y tiendas del aeropuerto de Praga se pueden ver decenas de libros con su biografía.
En la actualidad la mayoría de los corredores profesionales dan mucha importancia al estilo, al modo en que su manera de correr es vista y juzgada por los demás: la elegancia de los movimientos, el ritmo de la zancada perfecta, que no sólo agregan el valor de la eficiencia a la carrera, sino también representan el ideal de la estética y la belleza del corredor.
No es raro ver en las portadas de revistas a atletas posando y mostrando sus pectorales o su musculatura, sin embargo, la imagen que muchos tenemos del corredor es el de una persona muy delgada, imagen lejana a los cánones de la belleza en la actualidad.
Afortunadamente para muchos de nosotros, la belleza del corredor no empieza ni termina, ni se mide en esos ideales estéticos. Nuestra imagen es la representación que cada uno hace de si mismo, la manera en cómo nos vemos y cómo nos sentimos. Nuestro aspecto y su belleza va más allá de la perfección de la zancada; va en proporción al tamaño de nuestra hazaña y de la superación de nuestros límites. Si hemos dado el máximo nos sentimos perfectos, semidioses, como héroes que han ganado una batalla, aunque nuestros rostros luzcan deformados por el agotamiento. Basta ver nuestras selfies después de cruzar una meta. No concuerdan el rostro y la emoción.
Para correr grandes distancias no se necesitan grandes bíceps ni una musculatura excepcional, la belleza del corredor en movimiento es el reflejo de lo que es y quiere ser, puede ser un rostro relajado como el de Eliud Kipchoge o una mueca agonizante como la de Zatopec, pero siempre será un tanto más bello cuando en cada zancada se entregue el alma y al final, se pueda ser capaz de transmitir el mensaje inocultable de la felicidad.