Muchos jóvenes entendieron de golpe la fragilidad de la vida. A pesar de vivir por primera vez un terremoto, no se paralizaron y salieron a ayudar
Camila sintió, a sus 16 años, que su corta vida iba a terminar el 19 de septiembre. En su salón de clases se movía todo, el piso, las paredes crujían y las ventanas estallaban. Cuando varios de sus compañeros entraron en pánico, la maestra tomó el control y les gritó que no salieran del aula y que se resguardaran debajo de las mesas. Ahí pasaron los segundos más largos de su vida.
Cuando pasó el temblor, al bajar del cuarto piso del edificio de Prepa del Tec de Monterrey, el panorama fue desolador: decenas de estudiantes corrían asustados y llorando en busca de un lugar seguro. Al ver a uno de sus maestros que movía vigas entre los escombros, supo que algo grave había sucedido: los tres puentes que comunicaban los edificios se habían derrumbado y varios jóvenes quedaron sepultados. La cifra fatal fue de cinco alumnos muertos y 40 heridos.
Para muchos estudiantes esta experiencia fue angustiante. Verse de pronto sin escuela, sin sus amigos ni maestros, aumentó la ansiedad. A pesar de la impactante experiencia de un terremoto, que vivían por primera vez, superaron la parálisis del miedo –que conocían por medio de sus padres– y se pusieron en acción. Fueron quienes se volcaron a las calles, con toda su energía, para ayudar ante el dolor de los demás. Fueron jóvenes que, como Camila, lo mismo removieron escombros, llevaron ropa, medicinas, juguetes, alimentos a hospitales y a los damnificados por el sismo.
Toda esa generación conoció un nuevo rostro de su ciudad y descubrieron que las redes sociales servían para algo más que para postear sus fotos o mensajes personales, y que através de ella, también podían ayudar. En cada escuela, cada universidad, fluyó la solidaridad. En la UNAM, los jóvenes hicieron vallas en el centro de acopio; en el Poli, cientos se volvieron brigadistas; en el Tec, el dolor de perder a cinco compañeros impulsó a cientos a recabar ayuda; incluso en el duelo, como comunidad, se volcaron al homenaje de despedida de los cinco fallecidos –4 universitarios y 1 de prepa— con muestras de apoyo a sus familias.
Igual que su generación, Camila entendió de golpe la fragilidad de la vida. Para reponerse del trauma buscaron asideros. Algunos canalizaron su dolor ayudando en la emergencia, otros buscaron el apoyo de sus familias y algunos más se aferraron a rutinas que, aunque afectadas, les devolvían algo de la seguridad perdida.
Hoy Camila aún no puede dormir sola; se asusta con cualquier ruido y teme cerrar la puerta de su cuarto por las noches. Además de apoyo sicológico, correr e ir al gimnasio le ayudó a sentir que no todo su mundo había cambiado. Como muchos de su generación, hoy intenta volver a su vida normal, pero no quiere olvidar, ni dejar que se pierda la solidaridad y el sentido de comunidad que aprendió con la tragedia.