Corría el año 399 antes de Cristo cuando Sócrates, ya septuagenario, fue condenado a suicidarse con cicuta.
Cuenta la historia que mientras el verdugo preparaba el veneno, el filósofo pasó su última noche aprendiendo a tocar con la flauta una melodía muy difícil.
Uno de los discípulos que lo acompañaban le preguntó: “Pero, maestro, ¿por qué te empeñas en aprender esa canción, si morirás al amanecer?”. A lo que contestó: “Para saberla antes de morir”.
Muchos autores utilizan este episodio en la vida de Sócrates para ilustrar que la búsqueda de la belleza y del conocimiento es un fin en sí mismo, aunque en ese momento no se le vea una aplicación práctica, o que nuestra vida es tan fugaz que da lo mismo dominar cualquier cosa una noche o 10 años antes de nuestra partida. Cualquier esfuerzo o empeño es todo o nada frente a la muerte.
Hace unos días leí un bello ensayo llamado La utilidad de lo inútil del escritor italiano Nuccio Ordine, en el que reflexiona sobre cómo en las últimas décadas los seres humanos nos hemos enfocado en darle un gran valor y plusvalía a lo material, que estamos por olvidar que las cosas más importantes se dan en el ocio.
Al repasar el texto de Ordine, me vino a la memoria cuando, hace unos 14 años, mi hijo Salvador era pequeño y esperó pacientemente en la acera de una avenida sólo para verme pasar y animarme durante una carrera.
Al terminar, y de camino a casa, me cuestionó con esa sabiduría con la que sólo puede hablar un niño: ¿Por qué corría si tal vez nunca ganaría? A la fecha no he ganado ni una sola competencia. Diré que mis victorias han sido más bien personales y privadas: la felicidad del ocio, llevada a una actividad deportiva.
Es cierto que siempre existe un grupo de corredores amateurs cuyo único objetivo es ganar y, si no lo logran, se consideran derrotados. No obstante, otros aspiran a mejorar su marca personal, terminar entre los mejores 100 o, simplemente, a terminar.
Sin embargo, al inicio de la vida, durante la infancia, es cuando la mayoría descubrimos el componente lúdico de la carrera. Es en el juego en donde experimentamos la utilidad de lo inútil, de realizar una acción sin un fin en sí mismo, sin un verdadero objetivo más que conocer el mundo a través del placer que sentíamos al correr.
Y ahora que ya no somos niños, y tampoco adultos del todo, pero sí con la edad suficiente como para dejar de creernos eternos; ahora que los años nos llevan al inicio de un conflicto con el cuerpo que tarde que temprano llegará, valdría la pena preguntarse, ¿para qué seguimos corriendo? En la respuesta también puede estar la clave de la anécdota socrática y la cicuta: para poder trotar un poco, antes de morir.
POR ROSSANA AYALA
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