Con los años, tengo la creciente sensación de que al llegar al ecuador de nuestras vidas y un poco más allá, comenzamos a pensar e imaginar, con cierto temor y angustia, en qué clase de “adulto mayor” nos convertiremos. Observamos a nuestros padres y nos sorprendemos de lo rápido que se llega al final ¿Será que durante la edad mediana nos hacemos más conscientes de que el proceso de decadencia ya está marcha?
De niña veía asustada cómo mi madre bañaba, alimentaba y cuidaba a mi abuela, que apenas tenía 65 años, no padecía ninguna enfermedad grave, pero le dolía la vida. Perdió 6 hijos recién nacidos y al cumplir 50 años murió también su esposo, mi abuelo. Esas son heridas difíciles de curar. Fui testigo por años de su lento, cruel y penoso envejecimiento. Hoy tengo 54 años. Solo nueve menos que ella y no me lo creo. Mi madre, a la edad de mi abuela, viajaba y atendía su pequeño negocio de ropa y regalos. Hoy, a sus 88 años, hace muchas cosas por sí sola, como asearse, vestirse y comer sin depender de la ayuda de otros.
Basta con mirarnos en el espejo de nuestros mayores para saber que el cuerpo y el tiempo, en cualquier momento y de distintas maneras, terminarán por traicionarnos. Pueden fallarnos las rodillas, las caderas o algún órgano y necesitar de una silla de ruedas, o peor aún, acabar postrados en una cama. Llevo casi tres décadas corriendo y creo que a todos nos llega el momento en que debemos prepararnos para esa última carrera si queremos ganarle unos cuántos kilómetros a la eternidad. Se trata de madurez, y no me refiero a la que llega solo con la edad, sino a la capacidad de adaptarnos al entorno de manera saludable, hasta adquirir las herramientas necesarias para hacer frente a cualquier obstáculo físico o existencial producto de los años.
Se dice que un corredor ha alcanzado su madurez deportiva cuando después de superar marcas y hazañas, finalmente corre solo por el placer de hacerlo, sin importar distancias ni cronometrajes. En esta fase ya no tiene que demostrarse a sí mismo, ni a nadie, de lo que es capaz, porque, en el fondo, ya lo sabe. Si tuvo una “mala carrera” termina contento y agradecido con la vida por poder hacer lo que tanto ama y le apasiona. Su estrategia es que cada día se cuida más y mejor de lo que sabe hacerlo. Puede tomarse descansos de 2 o más días sin entrenar sin que esto le cause ansiedad. Hace todo lo que puede para que correr sea una actividad que le dure muchos años.
Cuando se me hiela la sangre al pensar en una vejez apocalíptica, me pongo los tenis y salgo a trotar un poco: Si en esos kilómetros soy capaz de levantar la cabeza, alcanzar un ritmo embriagador que me haga salir de mí y “comience avolar”, como una manera de recuperar la infancia, entonces pienso en las palabras de Mafalda, esa niña pequeña que no cumple años y es eterna en el tiempo. La hija de la imaginación y la inteligencia de Quino, decía sabiamente: “¿Qué importan los años? Lo que realmente importa es comprobar que, a fin de cuentas, la mejor edad de la vida es estar vivo”.
POR ROSSANA AYALA